El día es demasiado largo. Digo, dieciséis horas de vigilia diaria es demasiado tiempo. El cuerpo se cansa, la mente se agota y el espíritu se ablanda, por lo que un intermedio-break-time out es justo y necesario, especialmente en esos días de mucha actividad, precedidos por noches igualmente activas. Si a alguien se le ocurriera hacer una votación para elegir a los “New seven pleasures”, pues definitivamente se debería incluir a la “Siesta Después del Almuerzo” (especialmente si ésta incluyó vino); creo que con los votos de los españoles y mexicanos, esta maravilla se le llevaría fácil. Pero claro, habría que ser aristócrata para hacer esto todos los días. Por eso, yo me conformo con tomar un par de siestas a la semana (sin vino, y en realidad hasta sin almuerzo), más la del domingo (que se merece un post especial por ser la más incómoda pero agradable para mí). Como el tiempo es corto para el común de los mortales (léase empleados marca tarjeta), es imprescindible vivir cerca a la oficina, y claro, optimizar tiempos. En mi caso, vivo a unos diez minutos, así que en esos dos hermosos días en los que “almuerzo” en mi depa, salgo volando de la oficina, compro un triple de tomate, palta y huevo, y acelero mi bólido del 93 mientras me atraganto con la apilada combinación. Al llegar a casa tomo un vaso de lo que haya en la refri, me lavo los dientes, y a dormir. Mmmm, que extraordinario; será media hora, pero ¡qué media hora! Me despierto con una frescura comparable con la de un halls cherry-lyptus.
jueves, 12 de julio de 2007
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